cultura
18-02-1998

ERNST JUNGER / LA OBRA

Venerable sí, grande no

CLAUDIO MAGRIS

Goethe no apreciaba el radicalismo reformador de Jeremy Bentham, demasiado alejado de su evasiva prudencia conservadora, pero lo admiraba por la venerable edad, aunque vigorosa, que había sabido alcanzar. Una vejez lúcida e indómita tiene un aspecto regio, como una antigua encina; también puede tener un aspecto brutal, como homenaje a la fuerza, sea ésta del tipo que sea.

Fuerza y dureza no le han faltado a Ernst Jünger. Combatió en la Primera Guerra Mundial, de cuya experiencia nacieron sus escritos más altos y originales; ha vivido, como partícipe o ambiguamente alejado, la época de los totalitarismos, de los conflictos globales y de la transformación tecnológica del mundo.

En el primero de sus numerosísimos libros, Tormentas de acero (1920), Jünger celebra la batalla como «experiencia interior», tal y como reza el título de su siguiente libro, publicado en 1922. Como muchos otros intelectuales europeos y con su misma falta de fantasía, Jünger exalta la guerra como regeneración primordial de la sociedad y del individuo, liberados así de todo lo que él llama despreciativamente «burgués», de la red de mediaciones que ha ahogado la vida y su energía primigenia.

De la Primera Guerra Mundial no salió, desde luego, ese hombre nuevo, sino una triste figura de gregario, listo para obedecer a los nuevos tiranos, al fascismo, al nazismo y al estalinismo. La guerra fue vivida y comprendida con más claridad por aquéllos que la odiaron y que supieron hacerle frente como un horror necesario, para defenderse de una amenaza o de la esclavitud, sin confundir el baño de sangre con el agua bendita de un rito de sacrificio. Quien necesita la guerra para sentir la poesía de la vida es sólo un banal filisteo, incapaz de darse cuenta de los rostros, de los colores.

Lo que rescata a Jünger de ese estereotipado culto bélico es la cristalina precisión estilística con la que retrata el caos de la batalla, el coraje y la violencia, los gestos de quien recibe o da la muerte, fijados por su pluma en la eternidad de su instante absoluto. Esta frialdad de entomólogo une los hombres y los insectos, observados por Jünger en sus Cazas sutiles (1967), y representa la dote más alta del escritor, su inexorable exactitud, sin la que no existe poesía. Esta permite, además, captar sobriamente la embriaguez orgiástica de la guerra y esa impersonalidad en la acción que caracteriza la transformación antropológica del siglo.

Esta ascética experiencia del dolor, al que Jünger dedica un notable ensayo en 1934, se convertirá con demasiada frecuencia en ostentación complaciente de impasibilidad, de sangre fría, exhibida identificación con la demonicidad del propio destino, con toda la vulgaridad implícita que lleva cualquier exhibición de refinamiento aristocrático y de sibilina sublimidad, gestos que creen rechazar la civilización de masas, pero que se convierten en poses solitarias, rebuscadas y simiescas del consumo de masas.

Jünger ha afirmado en su diario de 1942 que «el estilo se basa en la justicia»; en el 43 dijo: «El buen estilista quería escribir "he actuado justamente", pero como esta frase no le encajaba bien, escribió "injustamente"». Jünger intuyó la identidad de estilo y justicia, sin la cual sólo existe una mezcla sentimental o un vacío artificio, pero no siempre ha estado a la altura de dicha exigencia, formulada con tal claridad. Ese estilo habría debido ser, en opinión del pensador alemán, sobre todo un estilo de vida, la actitud de un individuo superior capaz de fundirse en la orgánica totalidad social permaneciendo interiormente como un gran anarquista, libre de todas aquellas ideologías que sostienen esa totalidad social.

Fascinado por la aventura individual, Jünger predica el declive, decretado por la potencia despersonalizadora de la técnica, que él denuncia y exalta al mismo tiempo como nueva fuerza mítica y dionisíaca, capaz de superar el individualismo burgués, tan querido para el liberalismo y la democracia. En dos notables obras -La movilización total (1930) y El trabajador (1932)-, que representan una sociedad totalitaria, severamente jerarquizada y sin clases, en la que el individuo se integra plenamente, Jünger ha captado algunos elementos esenciales de los procesos colectivos contemporáneos, resaltando su dimensión demoníaca y de época.

Con la llegada del nazismo acaba, quizás, el período creativo de Jünger. Se aleja del régimen hitleriano, rechaza su barbarie, pero, sobre todo, rechaza su demagogia plebeya, a la que opone el rigor de su ethos militar y aristocrático. Su novela Sobre los acantilados de mármol (1939) es una denuncia que alude al Leviatán nazi, pero genérica y sin pasión, por su representación de tonos fabulísticos.

A Jünger le falta coraje para expresar una condena más precisa, coraje que nadie tendría el derecho a exigir en otra persona en una situación tan terrible; se trata de su cultura y su visión del mundo, fundadas en un ideal jerárquico y en el culto a la fuerza, aunque ésta vaya envuelta en una aura de espiritualidad, que hace estéril su posición, a pesar de la dignidad conservada en el centro de la tormenta.

Jünger se considera «un sismógrafo de la nada», experto en el nihilismo que ha embestido a Occidente y sus valores.

Prosista impecable en la tersa elegancia de libros como Aproximaciones, dedicado a la experiencia de la droga, Jünger disuelve -en novelas como Heliópolis (1949)- la fuerza expresiva en un esmalte heráldico que transforma la realidad en un seductor pero precario teatro de pose.

El Jünger malo de los primeros libros que exaltan la guerra es un escritor mucho más vigoroso que el bueno y meditabundo de los años siguientes, a pesar de la intensidad y lucidez de muchas páginas de sus diarios. Otros escritores mucho más culpables y comprometidos que él con el mal y la tiranía, como Hamsun o Céline, con su infame y autolesiva adhesión al nazismo, son mucho más grandes que él por la radicalidad con la que se sumergieron en el fango de la época.

Jünger es un escritor significativo, que debe ser leído y respetado, pero no es uno de los grandes; ni siquiera su condición de centenario pudo conferirle la verdadera grandeza que falta en su aliento poético.

Este artículo, que reproducimos por su interés, fue publicado el 25 de febrero de 1995 en el suplemento «La Esfera».

El Mundo