FERNANDO SANCHEZ DRAGO
Suena el teléfono. Es alguien del periódico. Me dice que Jünger acaba de morir y, al oírlo, instantáneamente, se me estrangula la garganta. Hace casi 51 años, en julio de 1961 si no recuerdo mal, me pasó lo mismo al enterarme de que papá Hemingway se había volado, de un solo golpe, el cielo del paladar, la tapa de los sesos y los cojones del alma. Lo de Jünger es una faena que me pilla desprevenido, un estoconazo en la yema de mi occipucio, y así, como algo jodidamente personal, lo recibo, lo entiendo y lo encajo. La mañana se me llena de amargura, su sol se oscurece, negro baja el río de la tarde. ¡Maldita sea!
Era uno de los tres últimos grandes, junto a José Saramago y Gabriel García Márquez. Decir que con su muerte la literatura se nos queda huérfana es, ciertamente, un lugar común en la pluma de quienes escriben obituarios, pero a pesar de ello lo pongo, lo firmo y lo asumo, y hasta me atrevería a ir más lejos, porque la orfandad, esta vez, no lo es sólo de la literatura, sino de toda la especie humana. Así la autoinmolación de Sócrates, la desencarnación de Buda, la volatilización de Laotsé. Cuando muere un sabio, lector, las campanas doblan por ti, por mí y por quienes no me leen.
Caigo ahora en la cuenta de que no es casual, sino causal, la mención de Hemingway. Decía éste en su Decálogo que un escritor tiene el deber de mezclarse con la vida, y tal hizo Jünger, siempre, sin desmayo, desde la cruz de su nacimiento en 1895 hasta la bola de su fallecimiento. A los 18 años ya estaba de hoz y coz en la Legión Extranjera, allá por los pagos argelinos de Orán y Sidi-Bel Abbés, y al poco tiempo, desengañado por los modales de una aventura que no le pareció lo suficientemente heroica, desertó y acabó, como Cervantes, en el calabozo de un presidio. De allí le sacó su padre, cuya dicha duró un suspiro, porque unos meses después ya se había alistado voluntariamente el joven Jünger en el zafarrancho de la I Guerra Mundial -lo que le obligó a caerse del cartel de una expedición científica encaminada hacia el Kilimanjaro- y en muy poco tiempo (cuestión casi de semanas) ascendió al cargo de teniente. En 1918, al terminar la escabechina, figuraban en su pedigrí siete heridas de gravedad y sabe Dios cuántas desgarraduras en la piel del aura.
Y ya todo fue un suma y sigue, un ir y volver a ir del cántaro a la fuente, un sucederse de beaux gestes, de proezas reales, carnales, que luego la alquimia de su literatura transformaba en peripecias espirituales. Imposible mencionar aquí ni las unas ni las otras, imposible embuchar en el estuche de tres folios el quehacer de una vida pericolosa y laboriosa que se ha mantenido enhiesta durante 103 años menos 40 días.
Su última gran aventura fue quizá la enteogénica (vale decir: la de los somas, néctares y elixires psicotrópicos), corrida de la mano de Albert Hoffmann, el descubridor del LSD, y fue precisamente ahí, por esa brecha común a ambos, en el fragor de esa línea de fuego graneado abierta contra la granítica y contumaz mollera de un mundo -el de hoy- que convierte el éxtasis en delito, donde yo, mísero de mí, tuve la suerte de coincidir fugazmente con el hombre que ayer murió.
Estoy hablando... No sé. Quizá del 88, o del 89, o -todo lo más- del 90. Jünger había venido a España, en compañía de Hoffmann, para recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Bilbao, y luego cayó por Madrid. Escohotado, Racionero y yo conseguimos, a través de Jacobo, el de Siruela, que los duques de Alba abriesen para tan ilustres visitantes el palacio de Liria, y allá que nos fuimos todos prometiéndonoslas muy felices. Y feliz, en efecto, fue la jornada, pero también agotadora. Nadie que no haya estado dentro puede imaginar los tesoros artísticos que el palacio contiene. A eso de las siete de la tarde, tras varias horas de tute con Racionero, Escohotado y yo caídos como sacos de tomates pochos en las poltronas de la planta baja, los dos viejecitos seguían ternes e incólumes mirando, admirando con la ayuda de una gigantesca lupa todos los portentosos objetos almacenados en el edificio. ¡Menuda marcha!
Tengo para mí que entre todas las funciones -posibles o imposibles- adscritas a la madre literatura ninguna hay más alta ni de mayor alcance que la creación de mitos. Eso hicieron, verbigracia, en nuestro país Fernando de Rojas, Tirso de Molina y Miguel de Cervantes. Y eso es también lo que a solas, con denuedo, sin prisa y sin pausa, ha hecho Jünger desde su primer poema, que es de 1911, hasta su último libro, que en España apareció, dicho sea a ojo, hace un par de años. Esos mitos, los últimos de nuestra época, son el Trabajador, el Titán, el Anarca, el Emboscado...
Y como Jünger fue, en muchas cosas, lúcido prolongador de su casi homófono Jung, nada tiene de particular que los mitos por él creados sean todos de índole arquetípica. No puedo ahora ser más explícito.
No faltarán aves carroñeras que aprovechen esta ocasión fúnebre para ponerse a hurgar en las relaciones de Jünger con Heidegger, por una parte, y -por otra- con el nazismo. Allá ellas. Todo, en lo tocante a tan espinosa cuestión, ha sido aclarado mil veces. El hecho de que Jünger -lo cuenta Leni Riefenstahl en sus memorias- fuese sagrado para Hitler no significa que Hitler fuese sagrado para Jünger.
El maestro, rico en saber y en vida, como el Ulises de Kavafis, acaba de llegar a su última Itaca. O, quizás, a Thule. Hacedle un duelo de trabajo, de lecturas, de rebeldía y de anarquía. Amén.