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Miércoles
18 febrero
1998 - Nº 656

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Dos fines de siglo

FERRÁN GALLEGO


Los finales de siglo tienen cierta calidad solemne, como si la humanidad ajustara sus ritmos colectivos a una pura convención como nuestro calendario. Parece que de todo hace 100 años. Y la muerte decide haberse tomado demasiado tiempo para su cita con un intelectual que convivió con algunas de las cosas más serias de este siglo. Cuando una universidad española decidió nombrarlo doctor honoris causa, muchos comentaristas decidieron que Ernst Jünger era un testigo de nuestra época, frase que recauda, al mismo tiempo, el carácter pomposo y neutral del homenaje. El intelectual de Heildeberg fue algo más que un testigo, aunque es verdad que, unas veces bajo su altivez y otras bajo su estupor, circuló buena parte del agua sucia de la fontanería ideológica del periodo de entreguerras. Pero eso no le convierte en un inocente espectador. Ni siquiera en un intelectual acobardado por las estrías de la realidad. Jünger añadió al torrente de desvaríos culturales de la derecha alemana el sabor a estanque de sus propias reflexiones, la espesura de un líquido chocando obsesivamente sobre las orillas de una crisis de conciencia que acabaría en los arrabales mentales del Tercer Reich.

Ya sé que los tiempos son ejemplares para el olvido, pero el recuerdo es el interés que se cobra la muerte en días como estos, cuando tenemos que evitar sepultar nuestra memoria común. Estamos tan acostumbrados a las absoluciones selectivas que no nos preocupa pasar por el trámite indecoroso de la confesión. Jünger fue un escritor admirable cuyas Tempestades de acero ingresaron en el cuadro de honor de la aterradora experiencia de la Gran Guerra, un episodio del que algunos volvieron convertidos en pacifistas, mientras otros consideraban los valores del conflicto como la génesis de una nueva moral. También fue el teórico de una sociedad organizada de acuerdo con los sentimientos heroicos de los críticos de la decadencia en uno de sus textos sagrados, El trabajador. Se incluyó en un estado de espíritu al que disgustaba cómo se organizaba el mobiliario cultural democrático de la primera posguerra. Y ese movimiento, que se llamó la revolución conservadora, conectó con los diversos no conformismos europeos que habrían de alfabetizar el fascismo. Para mayor desatino, a Jünger le molestaron los nazis, un movimiento plebeyo que creía ser la nueva aristocracia.

A tantos años de distancia, Ernst Jünger era un venerable anciano cuya calidad estilística y cuyo retiro parecía merecerse el silencio de esa debilidad de espíritu que empujó a tantos intelectuales a mostrar su coquetería con ciertas ideas-fuerza del fascismo. Tal vez él se haya ganado por fin el silencio, pero las víctimas efectivas de aquel desorden moral no se merecen el olvido. Ni siquiera el de las complicidades furtivas.


Ferrán Gallego es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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