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Miércoles
18 febrero
1998 - Nº 656

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Relojes de arena

ERNST JÜNGER


El lector conocerá sin duda esos estados de ánimo y esos ambientes en los que un objeto, que tanto puede ser uno del que nos servimos a diario como uno al que sólo dedicamos una fugaz mirada, se pone a hablarnos y se nos vuelve así simpático. Es el inicio de todas las aficiones y de todos los coleccionismos. Empezamos a profundizar en el objeto y vamos adentrándonos en su interior. Entonces él nos revela sus secretos; y si tenemos paciencia, hallaremos que un secreto sigue al otro. Aun la flor más pequeña tiene raíces en lo infinito, y lo que las descubre es la afición que sentimos por ella. Lo inaparente de las cosas es sólo un velo que las disimula.

Algo así me ha ocurrido a mí con los relojes de arena. El primero me lo regaló Klaus Valentiner, quien, como tantos otros amigos queridos, desapareció en Rusia, por desgracia. Durante mucho tiempo estuve mirando aquel reloj como uno de esos objetos curiosos que nos gusta tener encima de las estanterías o entre los libros. Hasta mucho más tarde no me llamó la atención, en el curso de mis trabajos nocturnos, que de aquella «ampolleta» -de aquel Stundenglas, aquel «vaso de horas», como también se llama en alemán el «reloj de arena»-, que estaba allí encerrada entre sus fusiformes columnillas de hierro como en una jaula de grillos, se desprendía una calma peculiar, una vida tranquila. Aquel opalino brillo suyo, aquella sutil veladura que mostraba y que también encontramos en los vasos antiguos desenterrados en las excavaciones, ¿se los habían proporcionado a aquella ampolleta los muchos años que tenía? Sin ruido iba escurriéndose de un recipiente de vidrio al otro la blanca arena. En el de arriba se ahuecaba formando un embudo y en el de abajo se abombaba en forma de cono. Aquel montículo que allí iba creándose con instantes perdidos podía tomarse por un consolador signo de que el tiempo se esfuma, ciertamente, pero no desaparece. En la profundidad va enriqueciéndose.

A menudo se ha subrayado ese parentesco de la ampolleta, del «vaso de horas», con la calma de los estudios eruditos y con la grata atmósfera doméstica. De las dos cosas poseemos el testimonio de grabados célebres: Melancolía y San Jerónimo en su celda, de Durero. Vemos en el primero a un caviloso ángel que sostiene con una mano un compás y se encuentra rodeado de instrumentos fáusticos entre los que aparecen cristales, balanzas, series de números. Contra un fondo cósmico arde un fuego de alquimista. El segundo de los grabados nos muestra a san Jerónimo escribiendo en su celda. El mobiliario lo componen libros, candelabros, vasijas, hojas de papel cubiertas de anotaciones, una calavera, un crucifijo. Debajo del banco hay un par de zuecos; la luz del sol penetra a través de los cristales emplomados.

En ambos grabados resulta notable un gran reloj de arena, un verdadero «vaso de horas». En ambos el reloj se encuentra a mitad de su recorrido, lo que quizá significa que la mirada del grabador ve plenamente entregados a su actividad tanto al ángel como al santo. Con ello está en consonancia el que en el grabado Melancolía la balanza se halle en equilibrio, la campana oscile, el fuego arda. Nos encontramos en las profundidades del tiempo.


(Extracto del ensayo de Ernet Jünger El libro del reloj de arena, que publicará próximamente en España Tusquets Editores).

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