 |
 |
 |
Ernst Jünger ha muerto a los 102 años. Quienes nos hallábamos cerca de su entorno sabíamos que desde el otoño pasado aguardaba el final: progresivamente ensimismado, con periodos de ausencia cada vez mayores, largamente ocioso el cuaderno en el que, no obstante, hasta el último día escribió esos Diarios que coronan su ingente obra. La obra de Jünger es una de las cumbres de las letras modernas. Arranca en 1920 con Tempestades de acero y se prolonga hasta los diarios de 1995, es decir, tres cuartos de siglo. Los especialistas han clasificado su producción en cuatro grandes periodos. El primero es el del Soldado, que no es el héroe ni el guerrero, sino el soldado desconocido de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, donde nacen la guerra técnica y la muerte de masas. A este Soldado le sucede, al filo de los acontecimientos, la segunda etapa jüngeriana: la del Trabajador (1932), una Figura que Jünger buscaba más esa Figura en la economía bolchevique o en el feroz impulso industrial del capitalismo americano. El tercer periodo es el del Anarca, un héroe que se abstiene de cualquier toma de partido y opta por una mirada sin pasión. De aquí se llega finalmente al Emboscado: la persona que decide romper con el (des)orden y fortalecerse en una suerte de exilio interior. A estos dos últimos periodos pertenecen novelas como Heliópolis y Eumeswil. Respecto a sus posiciones políticas, siempre polémicas, pueden resumirse así: un conservador axiológico, aristocratizante y elitista que propone un heroísmo impersonal. «El dolor y el tiempo están indisolublemente amalgamados», escribía Jünger en El problema de Aladino (1983). Cuando cumplió cien años, él, que había dedicado sendos ensayos al Dolor y al Tiempo, dijo a sus íntimos que ahora sólo aspiraba a la intemporalidad. Jünger ya está más allá del Muro del Tiempo. También más allá del Dolor.
|
|
|
