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Miércoles
18 febrero
1998 - Nº 656

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El soldado desconocido

FÉLIX DE AZÚA


Así pues, también él ha muerto. No seré yo el primero en decir que corría la sospecha de su inmortalidad. Que Jünger pudiera no morirse nunca ilustra mucho acerca del personaje. En realidad había muerto ya muchas veces, en la primera guerra, en la segunda, cuando mataron a su hijo, cuando lo desnazificaron, cuando, a pesar de todos los testimonios, los resentidos continuaban hablando de él como de un nazi blando y reconvertido, un esteta, siendo así que había sido todo lo contrario, un estoico sin un átomo de aprecio por lo «estético», un duro antinazi precisamente porque no tenía ni un pelo de demócrata. Como Heidegger, despreciaba el nazismo con conocimiento de causa, y no por ser un alma bella o por creerse un héroe moral para masas.

Pero se ha muerto y ahora el panorama literario aparece amputado de su más alta montaña. ¿He dicho literario? Pues he dicho mal: Jünger pertenecía a otro siglo, el XIX o el XXI, y no era un literato sino un hombre de letras. Escribió poesía, novela, ensayo, con la fluidez y naturalidad de Voltaire y sin duda con la misma insumisa violencia contra la maldad. Pero fue por encima de todo un soldado, esa profesión tan mal vista en la actualidad, cuando todos los jóvenes huyen de ella pero van vestidos y pelados como reclutas; un homenaje patético a los ejércitos populares cuya desaparición traerá máquinas perfectas a las órdenes de la oligarquía. Pero el nuestro es un tiempo sentimental. Jünger, en cambio, no tenía nada de sentimental y podía ser un soldado. Odiaba la sentimentalidad, ese producto de la opereta vienesa y el pensamiento suizo. Por eso quiso prolongar la tragedia sin sujeto que Hölderlin había intentado traer al mundo moderno. Ambos fracasaron, pero su fracaso es más productivo que casi todos los éxitos de sus enemigos.

Como buen soldado, nunca dio órdenes. Estuvo siempre esperando percibir en el horizonte una señal a la que obedecer, una bandera por la que morir. En toda su larga vida no vio ninguna que mereciera la pena. Sólo en algún momento, el bolchevismo, tan presente en sus ensayos de los años treinta. Luego nada. Así que se convirtió en un anarca. No en un anarquista, esa forma de irresponsabilidad tan norteamericana, sino en un anarca. Y llevó siempre a punto un maletín cargado de explosivos, porque nunca se sabe. Tras la primera guerra, nada volvió a ponerse ante sus ojos que mereciera dar una batalla. El siglo iba a sosegarse en tranquilas matanzas, en serenas carnicerías conducidas por gerentes con uniforme y equipos de comunicación capaces de justificar todos los asesinatos. Como tantas otras cosas, como la historia, como las artes, como la filosofía, también la guerra había alcanzado su acabamiento en el siglo XX.

Durante los últimos años ya sólo escribía un diario, pero era asombroso. Los días se engarzaban con la pertinaz sobriedad de los poemas del entenebrecimiento de Hölderlin, como los llama Carbonell. Asistía a un gotear desprovisto de sentido al que sólo la terquedad de un espíritu irredento iba proporcionando representación para no darse por vencido. Por fin, vivió un día cargado de significado y era su último día. Pero la anotación de ese día hemos de escribirla nosotros. En esa diferencia estriba la pérdida.

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